Es difícil escapar del peso de las expectativas cuando se aborda una obra como Pedro Páramo, la novela maestra de Juan Rulfo que, a lo largo de las décadas, ha quedado grabada en la memoria colectiva como un faro literario.
Esta es una historia sobre la desolación, la culpa, y el poder intangible de los recuerdos. La obra, publicada en 1955, sigue siendo un hito no solo por su estructura narrativa, sino por su capacidad de fusionar lo real con lo irreal, lo visible con lo invisible, en una danza que roza lo etéreo y lo concreto. En este territorio, donde los vivos parecen caminar sobre la misma tierra que los muertos, se abren las puertas del desconsuelo y la revelación.
Pero al llevarla al cine, y especialmente en esta nueva adaptación que presenta Netflix, surge una pregunta fundamental: ¿cómo traducir la vastedad de esa atmósfera, la densidad de esos fantasmas, a una imagen fija y tangible sin perder la esencia del texto? La respuesta, es corta y es que la adaptación dirigida por Rodrigo Prieto siguió el consejo que le dió Martin Scorsese y se apegó por completo a la novela.
Simplemente es imposible superar o igualar esta novela en una pieza cinematográfica, sin embargo, el trabajo de Prieto y la interpretación de Tenoch Huerta hacen justicia de forma honorable.
En esta versión, Juan Preciado (Tenoch Huerta) se adentra en el pueblo de Comala en busca de su padre, Pedro Páramo (Manuel García-Rulfo), el cacique omnipresente y oscuro del lugar. El pueblo que lo recibe está desierto, sin vida humana, pero cargado de presencias espectrales que susurran, murmuran y se entrelazan en una suerte de lamento colectivo.
Los muertos, como si fueran parte de la propia tierra, son los que dictan esta historia.