Este archipiélago, a menudo reducido a un destino turístico, tiene una historia marcada por la colonización, la explotación y la lucha por preservar su identidad. En el siglo XIX, Hawái era un reino independiente con una monarquía fuerte y una cultura rica y única. Sin embargo, su ubicación estratégica y recursos codiciados como el azúcar lo convirtieron en el centro de las ambiciones extranjeras.
En 1893, un golpe respaldado por empresarios estadounidenses y el gobierno de los Estados Unidos derrocó a la reina Lili‘uokalani, marcando el fin de la soberanía hawaiana. Cinco años después, Hawái fue anexado por los Estados Unidos, sin el consentimiento de su población.
Esta anexión trajo consigo cambios drásticos. Los nativos hawaianos, que alguna vez fueron la mayoría, se convirtieron en una minoría en su propia tierra. La introducción de industrias extranjeras transformó el paisaje y la economía de las islas, mientras que prácticas culturales y espirituales fueron relegadas o prohibidas.
El impacto perdura hasta hoy. Las comunidades nativas enfrentan tasas desproporcionadas de pobreza, pérdida de tierras ancestrales y desafíos para mantener vivas sus tradiciones. Además, la militarización de partes del archipiélago y el turismo masivo han intensificado estos problemas, dejando a muchos hawaianos luchando por equilibrar el desarrollo económico con la preservación de su identidad.
En este contexto, las palabras de Bad Bunny pueden interpretarse como un reflejo de una verdad muy compleja. Hawái no es solo un lugar paradisíaco, sino un recordatorio de cómo la globalización y la colonización pueden transformar una cultura vibrante en una postal para el consumo global. Porque, al igual que en Hawái, detrás de cada paisaje idealizado hay una lucha por la dignidad y la vida que merece ser escuchada.